Ruta al Tíbet: Tocando el cielo

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Tocando cielo
Gustavo Cuervo:
Gustavo Cuervo:
La imaginación vuela hasta las más altas cumbres del planeta cuando se oye la palabra Tíbet. El misticismo, la naturaleza salvaje del Himalaya, la leyenda y la dura realidad se viven con intensidad absoluta en un viaje en moto por el techo del mundo.


Viajar en moto por Asia no suele resultar fácil; hacerlo por China es aún más complicado; pero cuando hablamos del Tíbet, ya hay que tratarlo con absoluto respeto. Si te fijas en los trazados de los viajes realizados por los más intrépidos moto-aventureros, o si miras las vueltas al mundo de los más grandes, en la gran mayoría no se pasa por Tíbet, ni siquiera por China, y no porque no lo deseen y les atraiga con todas las fuerzas, sino porque sencillamente es muy difícil. Conozco más de 120 países y por todos he viajado en moto, pero de ninguno puedo decir que me produzca las sensaciones que me produce el Tíbet. He tenido la fortuna durante los últimos años, gracias a «China Tierra de Aventura», de hacer varias decenas de miles de kilómetros por este singular lugar de Asia, la meseta tibetana, partiendo o llegando de su mítica capital, Lhasa, pero también por el llamado Tíbet histórico, mucho más grande que la actual comunidad autónoma tibetana, una cultura que se extendió por un territorio de un  tamaño superior a cinco veces España.
El Tíbet no es lugar de medias tintas. No está recomendado para aquellos que presumen de ser aventureros, y digo los que presumen, porque los que en verdad lo son, no presumen. He visto llorar de impotencia a «tiarrones» al verse vencidos por la más feroz naturaleza. No hay que suponerse tampoco un explorador como el jesuita portugués Antonio Andrade, el primer europeo en cruzar el Himalaya y alcanzar el Tíbet en el año 1624, pero sí que hay que tener una fortaleza física y mental notables para viajar por este espacio en moto. Así es el Tíbet: extremo, duro hasta ahogar a los que se creen capaces de saltarse su abrumadora naturaleza.  
 
Un buen amigo, y veterano viajero por todo el globo, me dijo un día a los pies del Everest «cuando uno conoce los Pirineos piensa que son unas grandes montañas; si luego recorre las rutas de los Alpes, los Pirineos tampoco los considera tan espléndidos; y si luego viaja a los Andes, la cordillera más larga del planeta, pues los Alpes tampoco son para tanto. Pues  todos ellos apenas pueden ser considerados «colinas» ante la majestuosidad del Himalaya y sus cordilleras que con distintos nombres la flanquean,  Karakorum, Hidu Kush, Kumlum…»

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Subiendo al Tíbet
 
Llegues desde el este o el oeste, del norte o del sur, para alcanzar la capital del Tíbet, Lhasa, siempre hay que subir. Pero no sólo subir; hay que subir mucho y luego quedarse arriba durante centenares de kilómetros, cuando no miles, para alcanzar la ciudad que alberga el Potala. La mejor fórmula para adaptarse y entrar con buen pie en este mundo fascinante,  es sin duda «el tren del cielo», que construyeron los chinos hace pocos años y que es la mayor obra ferroviaria jamás realizada. En apenas 24 horas te lleva desde Xining (Qinhing) hasta Lhasa ascendiendo los puertos del KumLum y el casi infranqueable puerto de Tanggula, a más de 5.000 m de altitud. 
 
En moto, el viaje es largo, muy largo y duro vengas por donde vengas. Es el principio que ya te pone a prueba a ti y a tu montura. Nada recomendable subir hasta los 4.000 metros de altitud media de la meseta tibetana con motos de carburador. Tendrías que cambiar chiclés continuamente y posiciones de la aguja, y aún con todo, nunca podría ir fina la moto, o a veces incluso iría demasiado fina. Las motos de inyección solucionan este problema y son la mejor elección para afrontar las duras condiciones y, por supuesto, de estilo trail.
 
Hasta hace apenas tres años no había ninguna carretera asfaltada que conectara Lhasa con ninguna otra población. Y ni que decir tiene que el resto del país está comunicado por pistas, con suerte. Uno no puede por menos que esbozar una sonrisa cuando lee en Wikipedia que la capital está bien comunicada por «autopistas» por el norte, el este y el oeste.  Me acordé la primera vez que por allí rodé, de mi buen amigo Ted Simon, el afamado escritor de los Viajes de Júpiter. Me comentó un día, mientras viajábamos por España, que habíamos tenido la fortuna de conocer un mundo sin asfalto. Y era cierto. Aún sigue siéndolo en Tíbet, aunque ahora Lhasa tiene un acceso por asfalto desde Golmud por el norte y también desde el oeste/sur y Katmandú (Nepal). Supongo que con el desarrollo chino empeñado en llevar su cultura y civilización a todos los rincones de sus dominios, pronto el este y el oeste también estarán pavimentados y habrá hospitales, trenes y hasta agua corriente y electricidad en las casas.   
 
Y además de la aventura off road ¿qué se hace o se ve en el Tíbet? Pues básicamente los monasterios son la única monumentalidad creada por el hombre, pero sobre todo hay fascinante naturaleza. Es un territorio para sentirte libre rodando hacia un horizonte limpio mientras, si quieres, puedes hablar con los dioses.
 
El misticismo de los dioses buenos
 
Lhasa (que traducido quiere decir el lugar de los Dioses), con su Potala, es la imagen más difundida del Tíbet. Un grandioso monasterio  de color blanco que domina la pequeña ciudad en la que también se encuentra el maravilloso templo de Jokang. Hoy Lhasa es una mezcla de peregrinos tibetanos que dan vueltas (kora) alrededor de los templos rezando frente a sus molinos de oración, con avenidas comerciales regentadas por inmigrantes chinos de la etnia han. Es una ciudad singular, de un cuarto de millón de habitantes y digamos que amable con el viajero, por estar más baja que todo lo que le rodea, aunque su altitud es de 3.650 m. Mínimo un día para disfrutar de sus callejuelas, acostumbrarse al tráfico, entrar en el Potala, y preparar todo para salir a rodar por la inmensidad y soledad de las planicies y montañas tibetanas.   
 
La religión budista tibetana es uno de los grandes atractivos de este lugar del mundo. Los monasterios simbolizan esa religión y son referencia fundamental en todo viaje por estos parajes. Como sucedió en la Europa Medieval, fueron los templos en muchas ocasiones los que hicieron crecer los pueblos y ciudades en su derredor. Lhasa, con el Potala, es el más grande e impresionante por sus dimensiones, pero hay otros mucho más íntimos y sencillos pero no por ello menos atractivos. Olor a manteca de yak e incienso, túnicas carmesí, peregrinos que dan vueltas incesantemente a sus molinos de oración, silencio y cánticos corales, «Omni pan me um» (El señor sea contigo), la espiritualidad del Tíbet se vive en cada uno de los monasterios, a veces de cientos de monjes como el de Shigatse,  a veces con sólo un par de clérigos.
 
Es la religión budista tibetana una religión exenta de toda violencia, lo que les impide matar cualquier tipo de animal y sólo en las grandes celebraciones matan un Yak, porque es una sola vida la que puede dar de comer a muchos. Son gentes sencillas con las que resulta fácil comunicarte y difícil hablar por la insalvable barrera del idioma, pero nos dejan entrar en el patio central del monasterio de Shigatse con las motos. Es como entrar en el corazón del budismo. Llenos de espiritualidad, volvemos a la moto y mirando el mapa se ve que estamos ya mucho más cerca del «techo del mundo». ¡En marcha!
 
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El largo camino hacia el Everest
 
Desde Lhasa hay dos rutas principales hacia el campo base del Everest. Bueno, en realidad una sola que se desdobla al poco de salir de la capital para volver a unirse con la única ruta que atraviesa todo el Tíbet de este a oeste. La más rápida sigue el curso del recién nacido río y entre un paisaje de desiertos y estepas alcanza Shigatse, la segunda población del Tíbet y capital del llamado granero de la región. La segunda ruta es una más espectacular, pues remonta un par de puertos donde los glaciares lamen la misma carretera antes de alcanzar Gyangze.  En ambas hay tramos de curvas espectaculares y además ya está todo asfaltado, con lo que permite hacer la etapa hasta Shigatse en un solo día. Cuando digo que ya está todo asfaltado es porque en Tíbet y de la mano de los dominadores chinos se está produciendo un desarrollo de las infraestructuras vertiginoso. Para empezar construyeron «el tren del cielo» que desde Pekín alcanza Lhasa, pero es desde Xining donde comienza su viaje espectacular, rodeando el lago Qinghai (el mayor de China) y luego desde Golmud. Sube y sube hasta superar el puerto ?el más alto punto de una vía férrea en todo el planeta? y después, por la altiplanicie tibetana sujetos los raíles en miles de pilastras, alcanza la capital. Más tarde empezaron a pavimentar las carreteras próximas a la ciudad y, más deprisa que despacio, van avanzando con el asfalto hacia el este para conectar con la región del Xinkianj. Autopistas, trenes de alta velocidad, aeropuertos, puertos, hospitales, presas? El vertiginoso desarrollo de China también ha llegado al Tíbet .
 
Tíbet
 
Tíbet es una región autónoma de la República Popular China que ha pasado por varias vicisitudes en los últimos cien años, cuando el Imperio Británico invade Lhasa en 1904 y fuerza la apertura de fronteras entre India y el Tibet, convirtiéndose en protectorado inglés, si bien, tres años después se le otorgará a China la soberanía sobre este país.
Con la proclamación de la República en China en 1911, las tropas chinas establecidas en el Tíbet regresan a su país, ocasión que aprovecha el Dalai Lama para proclamar la independencia, hasta que en 1950 China vuelve a invadir Tíbet, región que actualmente cuenta con una extensión de 1.224.400 km2 (la mitad del Tíbet histórico). Aquí nacen ríos como el Yangtsé (6.300 km de recorrido, el tercero más largo del mundo), el Indo (3.180 km) o el Brahmaputra (2.896 km).
 
Frente a la montaña más alta del mundo  
 
Ver cara a cara la montaña más alta del mundo es algo que desea todo viajero de grandes horizontes. El Everest (8.848 m), la diosa de todas las montañas, se puede ver ?casi tocar? con la mano desde el campo base de su vertiente  norte. Llegar hasta este lugar es posible por medio de una pista serpenteante que comienza en la población de Tingri y remonta el puerto de Dang La. Desde la cima de este collado, situado a 5.400 metros de altitud y si el clima es propicio, se pueden ver más de 300 km de la cordillera central del Himalaya con cinco picos de más de ocho mil metros de los 14 que hay en el mundo, todos en las cordilleras asiáticas de Himalaya y Karakorum. A tu vista quedan el Everest, Lhotse, Makalú, Cho Oyu y Sisha Pagma, todos, menos el último, haciendo frontera con Nepal. También en este océano de picos nevados ves más de diez cimas que superan los siete mil y casi diría centenares más de 6.000 m.

Es esa la panorámica de montaña visible desde tierra y accesible en moto más impresionante del planeta. Un día de limpia atmósfera te muestra un paisaje casi irreal; parece un decorado, pues resulta desbordante para la mente humana, tantas y tantas montañas juntas estirándose de este a oeste, de infinito a infinito.  
 
Por ahora, y esperemos que para siempre, el Parque nacional del Chomolungma, que es como se conoce en tibetano al Everest, está libre de asfalto. La pista baja zigzagueando del puerto de Dang La y pasa por un par de diminutas aldeas, atraviesa varios ríos y entra en el corazón del Himalaya para alcanzar el campo base. Poco más allá del  monasterio de Rombug, se encuentra un puñado de tiendas tibetanas que dan cálido albergue a los viajeros que consiguen llegar a este extremo rincón del Himalaya. Piedras y cantos rodados dejados por los glaciares sobre los que se asientan las tiendas, marcan el lugar donde debes dejar tu moto y extasiarte frente a la grandeza del Everest, elevándose casi en vertical más de 3.000 m desde el campo base, que ya está a 5.300 m y donde resulta difícil respirar. Es el aire lívido que produce la falta de presión. Hay que moverse lentamente, evitar cualquier esfuerzo, beber mucho y, a pesar de los frecuentes dolores de cabeza, dejarse invadir por la majestuosidad de la montaña sagrada. Pasar la noche en una tienda tibetana, al calor de su caldera alimentada con excrementos de yak, comer champa (un engrudo también cocinado con manteca de yak) y si acaso un plato de carne cocida, también de yak, mientras hablas con los amigos de aventura y sentir la hospitalidad del pueblo tibetano, es algo que sólo los pocos que lo han vivido consideramos como un verdadero privilegio. Tu moto aguarda en la puerta.
 
Desde Lhasa hay dos rutas principales hacia el campo base del Everest.  Una de ellas es espectacular, pues remonta un par de puertos donde los glaciares lamen la misma carretera antes de alcanzar Gyangze
 
¿Qué se siente tocando el cielo?
 
Hay un tramo en Tíbet que resulta realmente excepcional. A 50 km de Ngari se acaba el asfalto. En verano, un puñado de tiendas de nómadas que se asientan junto a un río, marcan el final de la vida. Más allá no hay asfalto, se bordea el lago Panggon,  que se interna en la India, y luego, tras un cruce, desaparece todo signo de vida; ya no hay personas, no hay animales, no hay insectos, no hay nada, sólo la más salvaje naturaleza, roca y hielo, pues aún en pleno estío el agua permanece congelada en los sombríos, de forma que hasta los ríos, casi diría glaciares, se pueden cruzar sobre su blanca y dura superficie. El ripio, el «tole ondule» de la pista, se extiende durante cientos y cientos de kilómetros. No hay nada, sólo tú y tu moto. Das gas pensado que más allá de ese paso de montaña podrás ver algo vivo, y cuando lo alcanzas piensas que será en el siguiente, o en el siguiente. Y subes y subes, y por fin, tras un recodo, encuentras la huella humana en forma de mojón que indica el más alto de los puertos de montaña de esta zona: 5.248 m sobre el nivel del mar, más de 1.500 m que la cumbre de nuestro Teide.  Paras y miras a tu alrededor; no hay nada, no tienes hambre, apenas sed, pero hay que beber, no puedes deshidratarte en un lugar donde nadie podrá ayudarte.
 
Vuelves a ponerte en marcha y te alegras que con la altitud tu moto haya perdido más del 50% de la potencia que desarrolla a nivel del mar, y te alegras, porque tú seguro que has perdido mucho más. Procuras hacer el mínimo esfuerzo, todo agota. Viajas de pie sobre la moto, y sólo el sentarte para relajar las piernas ya cansa; el volver a levantarte te lo piensas, es un gran esfuerzo. Piensas que debes beber y paras otra vez, escuchas. Sólo el viento rompe el silencio permanente de este lugar del mundo. A tu alrededor picos de 6.000, 7.000 y hasta 8.000 metros atrapan tu mirada. Las más salvajes montañas del mundo te intimidan, eres menos que nada perdido en la inmensidad, rozando el cielo. Hay que seguir y vuelves a dar gas hasta alcanzar un puñado y miserable grupo de casuchas. Te alegra ver seres humanos. Aquí hay gasolina de bidón, que mejor colar con una media, y con un precio doble del normal, pero no hay otra cosa hasta 350 km más allá. Vuelves a la más absoluta soledad. Estas inmerso entre montañas pero las cimas que se encrespan hacia el sur siempre te dominan, y la pista sigue subiendo y bajando rodeando lagos, atravesando ríos camino de la comunidad autónoma de Xinkianj, antes conocido en occidente como el Turquestán chino, y sus montañas del Karakorum, la continuación natural del Himalaya hacia poniente. Aquí se levantan algunos de los picos más bellos y difíciles del planeta, como el K2. No hay descanso, continúas a gran altura y el camino sigue sin mostrar signos de ningún tipo de vida hasta el control militar de cambio de comunidad. Más allá, y hasta que alcances el primer árbol, que te dará una inmensa alegría, quedan muchos centenares de kilómetros de emociones. Pero esa, esa es otra historia.