Un regalo de diez años con Javier Herrero

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Un regalo de diez años con Javier Herrero
Ramón López
Ramón López
Es 21 de diciembre de 2013, el día que comienza el invierno, el más largo y crudo de mi vida. Anochece y la puesta de sol se engalana con un cielo rojo intenso. Es un paisaje sobrecogedor y sublime, triste y cruel. Pronto seré consciente de su significado.


Hace mucho frío en Madrid, tanto como lo están las manos de Javier Herrero que sus hijas María y Marta se afanan en calentar. Su esposa Conchi, su hijo Antonio y su hermana Maru hacen suyos cada aliento de un sueño profundo, de su último sueño. Es la primera vez que Javier me inspira calma y sosiego. Pero no me engaño. «El Cheli» es, siempre lo ha sido, un huracán. Se trata sólo de una pausa en el camino.

Sus raíces nacen en el campo, en la dura meseta castellana rodeado de animales a los que cuidar y que no entienden de sábados, domingos ni días de fiestas. Ahí aprende que para recoger, antes hay que sembrar, y que realizar el cierre de una revista semanal es como cuidar de las vacas: trabajo, trabajo y más trabajo.  Luego traslada su labor a una serrería, donde el frío es el más duro compañero de fatigas. Mucho más frío que el que siente repartiendo ejemplares de Motociclismo en los kioskos de Madrid y cobrando las facturas a los anunciantes. Es el botones de una empresa en la que se convertirá en el más admirado entre los periodistas del mundo de la moto de nuestro país. Tesón y esfuerzo, aprender de los errores, sobreponerse a la circunstancias, mirar siempre adelante, luchar.

Cuando no tenía nada que demostrar, finalizada la etapa de Motorpress, funda el mensual Fórmula Moto en la nueva era Luike y me llama a su lado. Los medios a su alcance están a años luz respecto a la época de gloria de su querido Motociclismo (muchas veces se refería a FM diciéndome «esta semana»). Nos planteamos una prueba con lectores en Albacete con las dos deportivas de Yamaha, R6 y R1. Todavía es invierno y quedamos a las 5.00 de la mañana para salir hacia el circuito manchego. Pero una rueda del remolque se pincha nada más salir. Tenemos todo preparado y hay que llegar al circuito. Javier, con más de 60 años, se pone su equipo, el primer Goretex de BMW, coge la R1 y yo la R6. Allá vamos, con apenas un par de grados de temperatura ambiente, medio lloviendo medio nevando, con noche cerrada. Paramos en una gasolinera a medio camino. Tenemos las manos heladas. Entonces no estaban sus hijas para calentárselas. Y es él el que me aleja el frío con sus ojos profundos y la sonrisa de cómplice de un motorista amigo.

Javier Herrero no era periodista ni procedía de una familia de periodistas. Se hizo a sí mismo y la vida le condujo a un rol que jamás se planteó desempeñar, pero que lo alcanzó con un éxito irrepetible. Sus obras quedan para la historia en las hemerotecas, unas revistas en las que puso todo su corazón y toda su energía, con un corazón tan grande que todos los que le rodeaban quedaban a su sombra y con una energía que exigía tanto a su entorno como se lo exigía a sí mismo. Recuerdo que ocho años después de abandonar Motociclismo, un padre le dijo a su hijo en el paddock del Circuito de Cheste «mira hijo, ese señor es el director de Motociclismo». Habían pasado ocho años que no lo era. Como el Cid Campeador, así será la leyenda de Javier Herrero.

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Su épica es inenarrable. Ya enfermo, no duda en coger una Moto Guzzi Norge y hacer la ruta Milán-Cabo Norte en apenas una semana. O le reclaman en Méjico para dar una conferencia sobre la historia reciente de la moto en España, y no se le pasa por la cabeza que puede decir que no. Así era El Cheli.

 
¿Cómo se podía entender una carrera desde la sala de prensa de un circuito? Tenía que vivirla desde la pista auxiliar, a través del objetivo de su cámara a modo de cronómetro y tras la carrera desde dentro de los boxes con los habitantes de la «parte de atrás» del paddock, de velocidad, de trial, de motocross. Da igual, lo importante es que se trate de un motor y dos ruedas. Su inmensa experiencia derivaba de hablar con los pilotos cuando hacían cola para cobrar la prima de salida en los circuitos, en intervenir en las reuniones de la Federación de Motociclismo con tanto conocimiento de causa como el que más, en el trabajo codo con codo con organizadores de concentraciones, quedadas, motoalmuerzos. En vivir la moto desde dentro con toda su alma. Si en España no había pilotos ni carreras, se inventa las Motociclismo Series; si los responsables políticos cumplen mal su función en cualquier tema relacionado con la moto (legislación, seguridad…), ahí está Javier Herrero para poner los puntos sobre las íes. No había motero que acudiera a una concentración, apasionado que viera las carreras desde la pelousse o dirigente o responsables de marcas o talleres que no tuvieran la referencia de Javier Herrero. ¿Que tenía tiempo libre? Pues a acompañar a su hijo Antonio en los circuitos de motocross de mecánico, de consejero, con la pizarra o con lo que haga falta.
 
lop cheLlevo trabajando con Javier Herrero casi día a día desde el 15 de abril de 2004, aunque ya compartí con él experiencia profesional con anterioridad, desde 2001. Me animó a escribir en la segunda edición de su Motocatálogo, «el mejor del mundo; si hay otro mejor, enséñamelo que al siguiente lo supero» solía decir. Ya estaba preparando la decimocuarta edición, la de 2014. Siempre me he sentido a su lado como se debían sentir los pupilos de todo un Miguel Ángel, con una admiración  y una reverencia total que él se ganaba con cada una de sus decisiones y de sus acciones. Decía que no sabía ser profesor de nadie, y era verdad. Era mal docente en la teoría, pero siempre el mejor ejemplo en la práctica.
 
El día 19 de diciembre de 2013 fue el último día que hablé con él. Todavía se le encendía la mirada hablando de sus revistas, de su Motociclismo, de su Fórmula Moto, de su Motocatálogo. «Aún tienes muchos Motocatálogos que hacer, Javier», le dije a modo de triste mentira piadosa. «He tenido una vida muy bonita» me contestó mirando a su mujer para después dedicarme una sonrisa con la que me quedo como una de las reliquias más preciadas de mi existencia. La misma que me dirigía desde dentro de su casco cada vez que se subía a su Triumph Thruxton SE, con el orgullo enorme del que ha invertido toda una vida en una pasión que sólo era comparable a la que sentía por su familia. No le gustaba que le recordaran que era abuelo, pero era uno de los pocos momentos en los que bajaba del pedestal de héroe para convertirse en una persona más, como tú y como yo.  
 
La llamada de su hijo Antonio sólo una hora después de haberle dejado en el hospital ese día 21 de diciembre me explicó por qué el cielo se había iluminado con aquellos tonos tan intensos. Eran los faros de las motos de todos los motoristas que guiaban a Javier en su nuevo camino sobre dos ruedas. Tendrán toda la eternidad para escuchar sus relatos y vivir sus experiencias. ¡Ah, y se acabó la paz eterna! Hay que hacer nuevas revistas, organizar más carreras, más concentraciones, recorrer más kilómetros. Pero, sobre todo, aprender lo que no se enseña en facultades ni en libros de texto: a ser una persona íntegra y fiel, una referencia, un maestro, un amigo, un padre. ¡Cómo te vamos a echar de menos, Javier!